Todos, en mayor o menor grado, vamos construyendo con el tiempo el personaje en el que nos acabamos convirtiendo: el maestro simpático, la madre perfecta, el jesuita estrella, el periodista mediático, la escritora comprometida... Somos ese personaje y normalmente convivimos con él en un grado de identificación que podríamos considerar sano: les hace bien a los demás y a nosotros nos da consistencia y forma más allá del decorado.
Pero puede suceder, ya sea porque el personaje se hace demasiado grande o porque nosotros de golpe nos sentimos incapaces, que esa distancia entre lo que somos y el rol que representamos deja de corresponderse y comienza a hacernos daño. Es lo que pasa cuando el personaje amenaza con engullir a la persona, que llega el momento de plantarse y decir basta; como Guardiola que justificó su renuncia diciendo: «me he vaciado y necesito llenarme.»
Me refiero al momento de dejar que el buen viñador coja las tijeras y nos pode los sarmientos que nos dan volumen sin darnos peso. Esos momentos llegan y, por mucho que nos desconcierten, no hay que tenerles miedo. ¿Habéis visto como queda la viña recién podada? Da auténtica pena, ¿verdad? Parece mentira que de algo tan raquítico, seco, retorcido... pueda obtenerse el néctar más fino y preciado de todos. Y algo así sucede, invariablemente, cada año.
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