Jesús se encuentra con su madre. Pero no de cualquier manera, y no en
cualquier momento. Se encuentra con ella camino de la Cruz, en esa soledad
dolorosa que deja el corazón encogido, un nudo grande en la garganta, y
lágrimas que caen sin poderse contener.
Jesús cae camino a la cruz, carga y sufre, llora, le duele el cuerpo.
Y el corazón. Porque le han dejado solo, porque hay parte que no llega a
entender, porque solo le queda la
confianza ciega. Y es ahí entre el dolor y el llanto, el sinsentido y el griterío
del pueblo, que Dios le hace un guiño para decirle que no está solo, y lo hace
de la mejor manera que lo podía haber hecho: Jesús se cruza con la mirada de su
madre.
Reconozco que me emociona profundamente situarme “como si presente me
hallase” en esa escena. Se me contagia ese nudo en la garganta de Jesús y el
corazón late más fuerte.
Y es que siento que Dios sabe hacer las cosas, y no nos deja nunca
solos. En los momentos de mayor debilidad, de mayor sufrimiento, sabe cómo
hacerse presente y situarse a nuestro lado. Él ya sabe lo que necesitamos. Y es
que este Dios es un Artista y se cuela de cualquier manera para susurrarnos,
“No estás sola… No estás solo… Ten ánimo. Yo te quiero, y te acompaño”.
¿Qué mejor que la mirada de una madre para acompañar y alentar el
camino de un hijo?
Seguro que fue una mirada que no estaba exenta de sufrimiento al
percibir la entrega ya inevitable de su hijo, una mirada llena de angustia, una
mirada empañada pero profundamente serena, capaz de transmitirle a Jesús el amor
que le tenía. Una mirada capaz de decirle que no estaba solo, que le
acompañaría también en este trance, una mirada capaz de abrazar, de consolar,
de amar. Una mirada de madre.
Me emociona situarme ahí, e imaginarme a María mirando a Jesús, porque
también, y como otras veces, me devuelve a mi vida, a mi propia historia. Y me
devuelve a la mirada de mi madre acompañándome en este camino, raro para ella,
(¡y hasta para mí!), que es la vida religiosa.
Me lleva a esa soledad honda de tener que elegir, (porque hay cosas
que sólo puede hacer una misma), de dejar atrás ciertas cosas, apostar por
otras que aparentemente no tienen sentido, dar el sí deseando una vida
entregada que se parezca a este Crucificado, vivir la incomprensión de otros, y
el propio titubeo en ocasiones…
Y entre todo eso, me encuentro yo también con la mirada de mi propia
madre, una mirada que me llena de confianza, de paz, de descanso. Y no porque a
ella le ilusione mi elección, igual que María no entendía lo de la Cruz de su
hijo; y no porque mi madre vaya a vivir las consecuencias de este camino que he
comenzado hace no mucho, así como María no sería crucificada con Jesús. Sino
que me llena de paz y confianza, porque descubro en ella, no solo los ojos de
mi madre, sino la mirada de un Dios Padre que cuida de mí en el caminar
cotidiano, diciéndome que me quiere por encima de todo, que me acompañará por
encima de todo, que hay un Amor que es innegociable más allá de las decisiones,
acciones, tareas...
Amor como el de María a Jesús. Como el que siento de mi madre hacia a
mí. Como el de tu madre, tu padre, o alguna persona concreta hacia ti. Y en
definitiva, como el del Padre a cada uno de nosotros, sus hijos.
María se encontró con Jesús, y estoy segura que a la vez que el
corazón de María se encogía y dolía, la Cruz de Jesús pesaba cada vez menos. No
estaba solo.
Bea García ss.cc.
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