domingo, 23 de marzo de 2014

III DOMINGO DE CUARESMA


El lugar donde vivo tiene la capacidad de transportarme a muchos de los fragmentos bíblicos. Es increíble cómo, 2000 años después, muchos de los elementos de esta sociedad guardan una perfecta simetría con las imágenes del Evangelio. Desde un mundo desarrollado como el nuestro, el contexto ha cambiado tanto que tenemos que hacer un esfuerzo por imaginar cómo sería vivir en tiempos de Jesús: el paisaje, las costumbres, las ropas, el significado de algunos gestos… Realmente es una gracia la que se me da, de poder contemplar algunas de las escenas del Evangelio, con tan sólo mirar a mi alrededor.
El evangelio de hoy es una de ellas… Una mujer y un pozo de agua. Puedo imaginarme a esta samaritana, una mujer que se cubre el cabello y que se viste con telas… el aire fatigado por las horas que lleva despierta trabajando… sus manos avejentadas antes de tiempo a causa de los esfuerzos y el sufrimiento. Quizás ha tenido que recorrer algunos kilómetros para venir a buscar el agua y llevarla a casa en un cántaro, haciendo equilibrios sobre su cabeza sin olvidar el niño que carga a sus espaldas; su cuerpo se agota al manejar un burro que carga la leña y soportando las temperaturas que azotan el Sahel. Una mujer que se para unos minutos a descansar pero sin que sean demasiados porque tiene que volver a la rutina de su vida: buscar la leña, preparar la comida, cuidar de cada uno de su cantidad infinita de hijos, construir los muros de su casa y lavar a mano la ropa, ir al mercado a vender lo poco que ha cultivado en el campo… Una mujer que es eje vertebral del funcionamiento de su familia y que, sin embargo es ninguneada por su marido, por sus hermanos, por su comunidad…
Esa es nuestra samaritana del Evangelio, una mujer fuerte y marcada por la vida; esa es en la que Jesús posa hoy su mirada… y esa es cada una de las niñas y no tan niñas, refugiadas o no, que buscan el agua cada día para que su familia pueda sobrevivir… Esas que son obligadas a dejar la escuela porque alguien tiene que encargarse de recorrer las distancias hasta la fuente o porque le han obligado a casarse o tener hijos demasiado pronto. Esas a quienes unos violan y otros maltratan. Esas a quienes niegan la voz y el voto…
Jesús devuelve hoy la dignidad a esa mujer… y hace un milagro tan sólo fijándose en ella, pidiéndole que le dé lo poquito que tiene: un simple vaso de agua… y ofreciendo a cambio todo lo que Él tiene: el Amor infinito del Padre, que repara, que cuida, que protege, que defiende, que dignifica...
Mirando esa simple escena, hoy me pregunto: ¿reparo yo en esas mujeres? ¿reparo yo en aquellos y aquellas a quienes otros olvidan? ¿qué les pido? Y, sobretodo… ¿qué les ofrezco?
Nade

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