Alégrate… pues nada es imposible
para Dios
Lc. 1, 26-38
El año pasado tuve la suerte de viajar a Tierra Santa donde visitamos
la Basílica de la Anunciación. Allí, en el silencio acogedor de una basílica
imponente, se nos invitaba a rezar contemplando el fragmento que leemos esta
semana en la Eucaristía. Al leer el texto, yo me imaginaba a la pobre María,
una chica normal y corriente, en medio de sus tareas cotidianas; corriendo,
quizás, de aquí para allá para hacer todos los recados del día… Una chica
normal y corriente a la que, de repente, se le aparece un ángel para decirle: “Alégrate
María, que he venido a complicarte un poco la vida”… Quiero decir: “Alégrate
María, que vas a tener en tu vientre al Hijo de Dios”. Honestamente, por mucha
fe que una tenga, una noticia como esta le tiene que dejar de piedra. María tenía
ya su vida planeada de alguna manera; no olvidemos que estaba comprometida con
José, un buen hombre con el que se casaría en breve, tendría una familia;
tendría sus amigos, sus aficiones… todo iba bien, todo era normal. Y, de
repente, el Señor pone patas arriba su vida haciéndole partícipe de una tarea
que, aunque maravillosa, no está exenta de complicaciones: ¿cómo decírselo a su
familia? ¿qué va a pensar José? ¿es que yo seré capaz de asumir una
responsabilidad tan grande…?
En ese contexto, yo me pregunto: ¿de verdad puede uno alegrarse cuando
le complican la vida de esa manera?
Salvando muy mucho las distancias, este pasaje del Evangelio me
recuerda un poco al momento en el que me planteé en serio la posibilidad de
venirme a África. Yo había estado dándole vueltas a la cabeza al asunto (tonteando
un poco con la idea), hasta que un día, hablando con un muy buen amigo, tomé
consciencia de que el Señor me pedía un compromiso más fuerte. En ese momento,
me di cuenta de que había una llamada tan real y tan tangible que era imposible
no escucharla…. Os puedo asegurar que, como María, lo que primero que sentí no
fue precisamente “alegría” sino más bien un torrente de preguntas que ponían en
mi corazón algo bastante más parecido al miedo. Esa noche, y otras muchas de
las que vinieron después, no pude dormir dándole vueltas a la cabeza… sopesando
mil y unas cuestiones que “tendría que solucionar”: ¿Cómo le cuento yo esto a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos? ¿Qué
pasa con mis planes de tener un trabajo estable, de encontrar una pareja? ¿Voy
a abandonar la vida en Salamanca, mis amigos, mi parroquia… con todo lo feliz
que esto me hace? ¿Es que seré capaz de encajar bien esta experiencia, de vivir
de cerca el dolor de los otros o, incluso, de vivir tanto tiempo fuera de casa
sin todas las comodidades materiales (y también espirituales) que tengo aquí?
El Señor me estaba pidiendo algo muy muy grande y de alguna manera me
decía: “Nade, sí, eso es lo que quiero para ti… quiero que te compliques la
vida por Amor”… Repito: ¿de verdad puede
uno alegrarse cuando le complican la vida de esa manera?
La respuesta una vez más la encontramos en el Evangelio. Si avanzamos
un poco en el texto, encontramos el momento en que el Ángel le dice a María:
“nada es imposible para Dios”. Y es verdad… En mi caso, fue el fortalecimiento de la
relación personal e íntima con el Señor
lo que me fue dando la paz (y las respuestas) progresivamente. La oración personal, el discernimiento acompañado,
la vida en la comunidad y la misión con mis chavales en la parroquia sirvieron
de instrumentos para que el Señor fuera eliminando los miedos y aumentando la
certeza de que era aquí, en el Tchad, donde me quería. No fue un camino fácil,
ciertamente, pero sí un camino muy bonito: de aprender a confiar en el Señor, de
descubrir que a veces Él ha preparado para nosotros caminos que ni habíamos
imaginado recorrer, de comprender que son esos caminos los que dan pleno
sentido a nuestra vida. De dejar que Dios se haga presente en este mundo a
través de mi vida…
Eso es lo que nos enseña el texto de hoy: el “sí” de María fue la
clave para que Dios pudiera encarnarse. Ciertamente, a veces parece que Dios
nos pide cosas imposibles… pero, si escuchamos atentos y le dejamos hacer en
nosotros… entonces los miedos desaparecen y descubrimos que es ahí donde tenemos que
estar, que es ahí donde queremos estar… Entonces, sólo queda un sentimiento: la
Alegría.
¿Por qué tengo miedo, si nada es imposible para ti?
¡Feliz Adviento!
Nade
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