Y Jesús muere en la cruz.
Ahí está nuestra más profunda clave, la clave de un amor nuevo que
culmina en esa cruz. La clave de toda nuestras vidas es precisamente eso,
cuando acabó la vida de aquel... que nos dio la vida.
Jesús murió, y si murió por nosotros. A mí me gusta más pensarlo
apacible, sonriente, alguien que después de haber desesperado por fin, a grito
de "¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!" sintió
tranquilidad al ver que se encontraría con el Padre, con su padre, con nuestro
Padre. Aquel que al hacerlo nos llevaría a todos nosotros con Él mismo, aquel
que cuando miró a su madre por última vez, hablaron sus corazones y se
abrazaron sin llegar a tocarse. Aquel que inclinó la cabeza y dijo, "perdónalos
padre, pues no saben lo que hacen" más que con reproche con resignación,
más que con tristeza, con amor.
Como un padre que sabe que sus hijos lo han hecho mal, que sabe que
otros no hubieran perdonado, pero les quiere tanto que simplemente no puede
hacer más que sonreír cansadamente, pero sonreír profundamente. Aquel que murió
y que nos salvó a todos.
Esta es la parte más mística de su acto de morir, la parte divina, en
la que realmente hay un sacrificio inigualable, pero hay otra parte, otro
aspecto que se ve al sentir que Jesús muere en la cruz.
Precisamente eso, el hecho de morir, el hecho de sufrir, de tener
miedo, el hecho de que un hombre, un simple judío, probablemente tembló allá en
la cruz, probablemente trataba de encontrar una salida y probablemente se
sentía abandonado, lo hacía humano. Lo hacía cercano, lo hacía frágil y a la
vez lo hacía sólido.
Jesús vivió una vida plena, una vida con sus más y sus menos, con sus
tropezones y con sus alegrías. Vivió un camino de ascensión, con más peso cada
vez en la espalda, con cada paso nos iba cargando más y más, con cada paso nos
estrechábamos más fuerte las manos. Su sendero, como el de todos nosotros, no
fue un camino de rosas, y como muchas veces nos muestra, también se sintió
desamparado. Pero lo que al fin realmente comprendió es que Dios nunca le había
abandonado, lo que al final todos más o menos reconocemos, que muchas veces la
meta de nuestro camino, de nuestra búsqueda está más cerca de lo que creemos.
Quiero decir que Cristo vivió una vida que culminó salvándonos, pero en
realidad esa meta, ese final ya lo llevaba consigo, cada día en la tierra fue
una salvación, cada milagro, cada gesto, cada reprimenda... Por eso él no se
detuvo, no paró, por mucho que el futuro pareciera un horizonte inalcanzable y
poco apetecible. Pues a ver quién se para en el camino-
en un camino duro y largo- y puede volver a ponerse en pie. Y por eso, por muy
abandonado que se sintiera, no importaba el miedo, no importaba el dolor, pues
realmente Dios nunca lo abandonó, como nunca lo hace con nosotros.
Estoy segura de que esto Jesús ya lo sabía. El temor ciega pero nunca
apaga. Jesús era su predilecto, su hijo amado. Y un amor que una vez se siente
y da seguridad, nunca se podrá apagar. Y más si es el amor de Dios.
Por eso tal vez en sus últimos momentos, sus últimos vistazos al mundo
desde la cruz, fueron de paz. De paz, perdón y amor, pues como decía San
Agustín, tal vez se dio cuenta de que Dios
no manda cosas imposibles, sino que, al mandar, te enseña a que hagas cuanto
puedes, y a que pidas lo que no puedes. Tal vez se sintió más que nunca en
sus manos, en sus brazos, tal vez se sintió más humano, más querido y más
bendecido. Tal vez realmente sintió que el mundo estaba dado de su mano, el
mundo pasado, el mundo presente y el mundo futuro y por eso pidió por nosotros,
porque realmente no sabíamos lo que hacíamos...
Tal vez por todo eso, cerró sus ojos con una sonrisa.
Sandra Sevilla Ortíz. Comunidad de Jóvenes del Milagro
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