viernes, 4 de abril de 2014

XII ESTACIÓN: JESÚS MUERE EN LA CRUZ


Y Jesús muere en la cruz.
Ahí está nuestra más profunda clave, la clave de un amor nuevo que culmina en esa cruz. La clave de toda nuestras vidas es precisamente eso, cuando acabó la vida de aquel... que nos dio la vida.
Jesús murió, y si murió por nosotros. A mí me gusta más pensarlo apacible, sonriente, alguien que después de haber desesperado por fin, a grito de "¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!" sintió tranquilidad al ver que se encontraría con el Padre, con su padre, con nuestro Padre. Aquel que al hacerlo nos llevaría a todos nosotros con Él mismo, aquel que cuando miró a su madre por última vez, hablaron sus corazones y se abrazaron sin llegar a tocarse. Aquel que inclinó la cabeza y dijo, "perdónalos padre, pues no saben lo que hacen" más que con reproche con resignación, más que con tristeza, con amor.
Como un padre que sabe que sus hijos lo han hecho mal, que sabe que otros no hubieran perdonado, pero les quiere tanto que simplemente no puede hacer más que sonreír cansadamente, pero sonreír profundamente. Aquel que murió y que nos salvó a todos.
Esta es la parte más mística de su acto de morir, la parte divina, en la que realmente hay un sacrificio inigualable, pero hay otra parte, otro aspecto que se ve al sentir que Jesús muere en la cruz.
Precisamente eso, el hecho de morir, el hecho de sufrir, de tener miedo, el hecho de que un hombre, un simple judío, probablemente tembló allá en la cruz, probablemente trataba de encontrar una salida y probablemente se sentía abandonado, lo hacía humano. Lo hacía cercano, lo hacía frágil y a la vez lo hacía sólido.
Jesús vivió una vida plena, una vida con sus más y sus menos, con sus tropezones y con sus alegrías. Vivió un camino de ascensión, con más peso cada vez en la espalda, con cada paso nos iba cargando más y más, con cada paso nos estrechábamos más fuerte las manos. Su sendero, como el de todos nosotros, no fue un camino de rosas, y como muchas veces nos muestra, también se sintió desamparado. Pero lo que al fin realmente comprendió es que Dios nunca le había abandonado, lo que al final todos más o menos reconocemos, que muchas veces la meta de nuestro camino, de nuestra búsqueda está más cerca de lo que creemos. Quiero decir que Cristo vivió una vida que culminó salvándonos, pero en realidad esa meta, ese final ya lo llevaba consigo, cada día en la tierra fue una salvación, cada milagro, cada gesto, cada reprimenda... Por eso él no se detuvo, no paró, por mucho que el futuro pareciera un horizonte inalcanzable y poco apetecible. Pues a ver quién se para en el camino- en un camino duro y largo- y puede volver a ponerse en pie. Y por eso, por muy abandonado que se sintiera, no importaba el miedo, no importaba el dolor, pues realmente Dios nunca lo abandonó, como nunca lo hace con nosotros.
Estoy segura de que esto Jesús ya lo sabía. El temor ciega pero nunca apaga. Jesús era su predilecto, su hijo amado. Y un amor que una vez se siente y da seguridad, nunca se podrá apagar. Y más si es el amor de Dios.
Por eso tal vez en sus últimos momentos, sus últimos vistazos al mundo desde la cruz, fueron de paz. De paz, perdón y amor, pues como decía San Agustín, tal vez se dio cuenta de que Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar, te enseña a que hagas cuanto puedes, y a que pidas lo que no puedes. Tal vez se sintió más que nunca en sus manos, en sus brazos, tal vez se sintió más humano, más querido y más bendecido. Tal vez realmente sintió que el mundo estaba dado de su mano, el mundo pasado, el mundo presente y el mundo futuro y por eso pidió por nosotros, porque realmente no sabíamos lo que hacíamos...
Tal vez por todo eso, cerró sus ojos con una sonrisa.
Sandra Sevilla Ortíz. Comunidad de Jóvenes del Milagro

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