Situémonos. Ayer Jesús entraba en Jerusalén aclamado
entre ramos de olivo. Él sabe que Jerusalén se convertirá en unos días en
territorio hostil. Sabe lo que le espera. Hoy descansa en Betania, su zona de
confort, su segunda casa. Allí María unge sus pies con perfume caro. Es una
manera de bendecir a Jesús, de demostrarle que ocupa un lugar alto en sus
prioridades. Pero Judas se enfada, le importa más el dinero que vale el perfume
que el acto de unción de María.
María centra su mirada en Jesús. Por eso no le
importa el perfume derramado, sino que Jesús está con ella. Judas centra su
mirada en el poder, en el dinero. Las miradas tienen dos dimensiones: una hacia
dentro (lo que veo me transforma) y una hacia fuera (transformo lo que miro). Y
nos vamos a quedar con la segunda.
A veces no somos conscientes del poder de una mirada.
Y sin embargo, mi mirada coloca al otro en un lugar determinado. Como María,
puedo centrar la mirada en la persona, independientemente de sus circunstancias.
Como Judas, puedo centrarla en el valor que le doy a esa persona (pongamos por
caso 300 monedas).
Y así sucede. A veces miro a la persona. A veces a
sus circunstancias. A veces miro por encima del hombro. A veces miro de
refilón, como no queriendo mirar. A veces mi mirada es la de un espectador, que
no se implica, que no se deja tocar, que vive tras una pantalla sin afectarse
por lo que ve. Sí, la mayoría de veces esa es mi mirada.
Y lo que yo quiero es una mirada más a la manera de
Jesús. Una mirada que me comprometa, que no me deje indiferente. Y además,
quiero que mi mirada sea capaz de transformar. Quiero que mis ojos miren a los
que nadie quiere mirar, porque mirando a los que no solemos ver les devolvemos
parte de su dignidad.
Sí, porque en esta vida lo que no entra por los ojos
(lo que no atrae nuestra mirada) no cuenta, no existe. Es así. Entran por los
ojos los mares, las playas… pero no los inmigrantes que llegan a ellas. A
“esos” les giramos la cara. Sí, tenemos esa capacidad de, con solo una mirada,
condenar al olvido, o a la indiferencia, a la invisibilidad. Eso sí, en nuestra
mano está también el que nuestra mirada sea mirada de inclusión y de amor,
dejando de esta manera a Jesús como centro de nuestra mirada.
Laura García Turrión y Sandra Marcos Palencia
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