El 13 de julio con la maleta llena de lo vivido durante el curso, de “por si acaso”, de ilusiones y muchas ganas emprendía un viaje dirección Bilbao que no me dejaría indiferente.
Llegaba al barrio de San Francisco con prejuicios arrastrados por una
sociedad que solo se encarga de juzgar y no de acercarse y conocer, pero que en
el primer paseo por el corazón del barrio se desquebrajaron. Un barrio que está
al otro lado de la ría, conectado al mismo centro de la ciudad por un puente, pero
un puente de piedra.
Durante doce días un grupo de jóvenes de diferentes
lugares de la geografía española (Gijón, Pamplona, Valencia, Salamanca y del
propio Bilbao) y cada uno con sus propias motivaciones, convivimos con la gente
del barrio, llegados por unos u otros motivos de los diferentes lugares de la
geografía del mundo.
Por las mañanas cogíamos fuerzas para
intentar que los niños que iban a la colonia disfrutaran y se olivaran, aunque solo
fuera por unas horas, de la historia que tienen detrás. Tximeleta. Tximeleta es
un proyecto para niños entre los 3 y los 16 años del barrio que se lleva a cabo
durante todo el curso; apoyo escolar, actividades, juegos… y que finaliza con
la colonia de verano. Un proyecto que lucha por la integración, la igualdad y
la vida de tanta gente marginada, que intenta darle el mejor futuro a su
familia.
Jugar con los niños, leerles un cuento,
desayunar, salir al parque o bañarse en los chorros del Guggenheim.
Hicieras lo que hicieras con ellos no quitaban la sonrisa de su cara. No se me
olvidara un día cuando una de las niñas, Naroa, se acercó a nosotras antes de
irse para casa y nos dijo “gracias, soy feliz” ¡y tan sólo tiene 4 añitos!
Por las tardes
después de evaluar el día y preparar las actividades del día siguiente con toda
nuestra ilusión y ganas, teníamos charlas y testimonios acerca de las distintas
realidades que existen en el barrio; inmigración, prostitución, transeúntes,
drogadictos… Gente que intenta hacerse un hueco en esta sociedad, que quieren
ser felices y luchan por sus derechos y por los de su gente. Y cuánta gente hay
que sale de su vida cómoda dispuesta a dar su vida por los demás, acercarse al
otro y ponerse en su piel; voluntarios, trabajadores, asociaciones…
Esos
renacuajos desde el minuto uno que te acogen como si te conocieran de toda la
vida, que agradecen hasta el mínimo detalle y ponen ante
ti todas sus capacidades e ilusiones rompieron todos mis esquemas. Pensaba que
iba con las ideas claras de lo que me iba a encontrar, pero no fue así. De
repente se me presenta Dios hasta en las lágrimas y en el sufrimiento de quien
busca un hueco en esta sociedad, del niño que no tiene hogar, la madre que
llora en silencio porque no puede ofrecerle un futuro a su hijo.
Un Dios en los
más sencillos, presente día a día. En la palabra de ánimo de un compañero a
otro, en los cantos en la plaza a las once de la noche con la buena compañía de
la gente del barrio, en las broncas a Hali por su especial manera de pedir
cariño, en el querer de los padres con el alma a sus hijos y en el intento de
darles la mejor vida posible, la forma de
pintar nuestros días de rosa de Dani, en el cariño y la paciencia, en la
confianza de las madres en nosotros, en la fuerza de quienes luchan por los
derechos de todas estas personas, en las ganas de cumplir sueños de los niños y
adultos, en la felicidad de los que se conforman con lo que tienen, en las
canciones de los fantásticos “mayores”, en el abrazo sentido en las despedidas,
en cada persona.
Feliz y agradecida. Me llevo muchas cosas
vividas, muchos sentimientos, mucha gente buena en el corazón dispuesta a dar
su vida por los demás, muchas cosas aprendidas, muchas sonrisas de los que más
sufren, amigos, y todos y
cada uno de los niños que me han enseñado que no debes perder nunca la ilusión
y que se debe luchar por la felicidad.
Como dijo una buena amiga, “es el barrio malo más bueno del mundo”.
Irene Junco
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