Convertirte en una persona monotemática, ver el mundo con otros ojos o
que se te llene tanto la boca hablando de una experiencia que todo el mundo que
está a tu alrededor vea tu felicidad, son algunas de las consecuencias de haber
pasado quince días del mes de agosto en el Campo de trabajo de Atalaya.
Cuando me propusieron una lista tan amplia y variada de posibles
actividades en las que participar en verano me sentí agobiada, tanto por hacer
y sin saber por dónde empezar. Tienes que pensar muy bien cuáles son tus
intereses, barajar un poco las posibilidades y ver si vas a poder ser útil. Aunque
en el fondo lo primero que te llama la atención es lo que elijes sin saber muy
bien la razón. Emprendes el viaje con unas expectativas e ilusiones que no
sabes si van a ser cumplidas y que en este caso se superaron, los miedos aparecen
haciéndote dudar de si realmente ése es tu sitio y cuando llegas allí, te
encuentras con el incomodo circulo del silencio de unos desconocidos con los
que vas a compartir los próximos días, pero que en pocas horas ya se habían
convertido en tus aliados y amigos.
Los dos primeros días sirvieron para ubicarnos, recibir algunos
consejos y nociones básicas, poder conocer a las personas con las que ibas a
formar grupo, concienciarte del trabajo que vas a realizar y poder aislarte de
tu mundo durante un tiempo para vivir entregándote. Al tercer día ya llegaron
los protagonistas de esta aventura, los niños. Esas pequeñas personas con las
que compartías el día, les ayudabas con sus tareas, te hacían partícipe de sus
juegos acogiéndote como un amigo más, te pedían que en la comida te sentaras
junto a ellos, dejaban ver su cara de alegría en el patio o sus risas en el
taller de expresión corporal. Las personas que por la mañana nada más llegar te
daban un abrazo con tanto sentimiento que te hacia despertar y que al marcharse
por la tarde tenían un rostro tan iluminado que ya deseabas que fuera el
siguiente día para volverles a ver.
Cuando los chicos se iban tocaba evaluar el día, reponer fuerzas con
el resto del equipo y aprovechar el tiempo para conocer a los que ya son tus amigos
y con los que podías hablar sin ningún miedo. En ocasiones recibíamos algunas
charlas de formación sobre la inmigración, nos acercaban a su situación,
veíamos las dificultades que tienen en nuestra sociedad e incluso escuchábamos testimonios
de jóvenes. Otros días tocaba ir al comedor social y servir a los demás. Esta
parte de la experiencia es sin duda la más dura y la más impactante, pero a la
vez la que más te reconforta y te enseña a mirar la realidad del mundo con
entrega.
Durante todo este tiempo te das cuenta de que unos desconocidos se han
ganado un hueco tan grande en tu corazón
que no quieres que la experiencia termine, de que has conseguido ser luz y sal
para tantas personas que te sientes agradecido por el trabajo que has hecho y
la oportunidad que has tenido, de que has recibido mucho más de lo que has dado
y de que no puedes parar de agradecer a Dios todo lo que ha puesto en tu camino
y todo lo querido que te sientes.
Ahora sí sé la razón por la que al principio elegí ir a Atalaya, ese
era mi sitio y en el que el Señor quería que estuviera, porque todo ocurre por
alguna razón. La compañía es muy importante y no podía haber tenido una mejor,
sin ellos nada hubiera sido igual. Son muchos los recuerdos que tengo, la
cantidad de nombres que están guardados en mi corazón, los pequeños gestos que
han convertido este verano en diferente y mis ganas e ilusiones de poder seguir
creciendo de esta forma.
Marta Nieto Marín
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