Ojalá apostara… ¡Qué tristeza
contemplarme tan predecible, tan plano, tan en blanco y negro! Se agota mi
saldo. Mi vida está en números rojos. Y, hoy, más que nunca, presiento que
tengo que jugar todo a una carta. Como siempre. O casi siempre. Jugarlo todo.
Arriesgar todo. Apostar a la vida y no a la muerte. Apostar a la alegría. ¡Qué
ingenuidad!, me dirán unos. ¡Qué superficial!, afirmarán otros. Y yo apostando,
Señor de la Vida. Y yo apostando: mis dones y mis fobias, mis traumas y mis
logros mis luces y mis sombras. Todo lo apuesto por Ti. Ojalá apostara… Nada
deseo más.
Ojalá supieras cuanto gozo en tu presencia. Ojalá pudieras verme danzando junto a ti (cf. Sof 3,17) porque tú me llenas de alegría. Sí, has oído bien: tú a Mí, tu Dios y Señor. ¿No pensarías que mientras tú deseas y apuestas y tropiezas, Yo me mantengo impasible contemplando cómo transcurre el tiempo? ¡No! Eso se parece más a un relojero suizo que al Dios y Padre de Jesús! ¡Ríete!, ¡sonríe!, ¡no dejes de apostar por la alegría! Estoy cerca, más cerca de Ti de lo que piensas. Tú vales mucho para mí (Is 43,4). Mucho más de lo que piensas. Apuesto por ti todo. Hasta a mí mismo, hasta mi sangre y mi cuerpo. Mi vida. No dejes de apostar. Porque te quiero. Y no dejaré de repetírtelo. Más lo haré cuanto más dudes, cuanto más te dañen, cuanto más te abandones. No lo hagas. Porque dejar de apostar por ti sería tanto como negarme a Mí, Amigo de la Vida.
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