De repente me detengo, delante de mí aquella vieja fachada de piedras
ancestrales, pero con un ligero toque decimonónico. Por supuesto como es
habitual la puerta esta entornada, ni abierta, ni cerrada. Indicando que
alguien vive, pero que nunca se recibe a nadie.
Subo la mirada por encima del carcomido escudo y me adentro a través
de un cierre de madera y cristal. No es la gran estancia que esperaba, pero es
una sala cuidadosamente decorada, parece que cada objeto podría relatar una
historia. El olor es penetrante, un ambiente sobrecargado, por el humo del
tabaco y el calor acumulado. En una esquina medio oculto entre los muebles y la
penumbra, solo iluminado por una pequeña lámpara de cristal veneciano a la que
le faltan algunos adornos, se encuentra él, el aristócrata.
Sentado en un sillón de terciopelo gastado, con la mirada perdida al
infinito y su aspecto indolente. Aunque la estancia esta vacía su postura esta
naturalmente estudiada, como si le fueran a tomar una fotografía. Entre sus
manos descansa un libro terminado en piel y algo ajado, seguramente un gran
clásico, La Ilíada, Antígona... ¿Quién sabe?
Da lo mismo, pues aunque recorra las líneas con los ojos, su
pensamiento dibuja castillos en el aire. Levanta la mirada y se ve reflejado,
no en un espejo, sino en los retratos de sus antepasados, de los que
cuentan grandes hazañas. En cambio él parece que nunca salió de aquel salón, ha
permanecido como un mueble más, ha subsistido con lo que heredó y sus únicas
batallas las ha librado en su mente. En muchas ocasiones ha pensado cómo salir
de la miseria en la que vive. Sus sueños son, arreglar los techos de la
escalera, volver a tener a gente a su servicio y por supuesto emular a sus
antepasados. Piensa en las virtudes que ejercitará, en las acciones buenas que
hará, en cómo su nombre se grabará en la piedra de la eternidad. Pero es
incapaz de levantarse de aquella butaca, para que sus días dejen de ser espera
y pasen a ser vida. Prefiere el encierro de la imaginación y la seguridad del
salón, al riesgo del aire fresco.
Algunas veces he contemplado el dialogo de la trinidad, ese momento en
el que Dios decide, encarnarse y morir en cruz. Y veo a un Dios, en quien
predomina el arrojo, el ponerse al servicio de otros, un Dios que se crece ante
la adversidad, que se conmueve con lo que pasa en las calles y que muy lejos de
escoger un refugio para nacer decide encarnarse en la intemperie. Un Dios
activo al servicio del presente, el cual no se deleita soñando sino trabajando
por construir lo que sueña, aunque esto le conduzca a renuncias, molestias,
angustia y a dar la vida.
(Nota: la descripción del aristócrata está inspirada en la novela Oblomov,
del escritor ruso Iván Goncharov)
Pedro Rodríguez López sj, en Pastoralsj
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