El Camino hacia Javier no es una excursión en la que se sale,
simplemente, a hacer algo diferente, algo atractivo e interesante. Tampoco es
una expedición para alcanzar una meta en la que todo lo marca lo que resulta
más eficaz para lograr tu objetivo. El Camino es, ante todo, una peregrinación,
y por tanto, lo que debo buscar desde el principio es ponerme yo en camino,
desde lo que soy, dejando que me atraviese por dentro, que me vaya haciendo y
deshaciendo en todas las dimensiones de la vida.
Un peregrino siempre recorre dos caminos: uno exterior con los pies, y
uno interior con el corazón. Con esto bien claro en la cabeza partimos desde
Roncesvalles hacia el Cristo sonriente de Javier. Un grupo de 30
universitarios, cada uno con sus ilusiones, sus problemas, sus deseos, sus
miedos, en definitiva, su pequeña gran historia, que poco a poco el camino los fue
transformando en comunidad. El día 2 de agosto, en Roncesvalles, frontera con
Francia y punto de inicio del Camino de Santiago pudimos ver a muchos
peregrinos que comenzaban su andadura de 790 km hasta el Apóstol. Este pequeño
pueblo, de no más de 25 habitantes y propiedad de la Iglesia, con tanta
historia, fue para nosotros también lugar de comienzo. Allí pasamos dos noches,
conociéndonos e ilusionándonos por emprender la ruta hasta Javier, santuario
del patrón de las misiones, San Francisco de Xavier, y lugar del Cristo
sonriente que lo vio crecer y gestó en él la semilla del asombroso cristiano
que fue.
Javier parecía lejano. Fueron días de peregrinaje con el macuto al
hombro, días de senderos de montaña entre malezas y zarzas, días de subir y
bajar sierras, días de tiendas de campaña, de fuegos de campamento, de
bocadillos y baños en ríos, días de austeridad exterior pero de corazones
rebosantes de alegría, de sonrisas, de miradas, de escucha y entrega, de
conversaciones y encuentro, entre nosotros y con el Señor. Y es que, cuando
peregrinas, comprendes que lo importante no es el final del camino, sino el
propio camino. En nuestro día a día tenemos la desgracia de ir rápido, veloces,
sin detenernos, de entrar en una rutina que se convierte en autopista… La
velocidad nos consume por dentro, estamos pendientes de correr pero no de
vivir. Y es que, podemos pasar por la vida sin caer en la cuenta de que
realmente es VIDA.
Arrazola, Irati, Ochagavía, Ezcároz, Vidángoz, Puerto de las Coronas,
Leyre,… Los días terminaban rápido, pasaban volando, y eso es lo mejor, no
tener noción del tiempo, no preguntar la hora, no tener reloj, solamente
disfrutar, dejarse encender por el Camino. Cada día éramos más comunidad, y vas
cayendo en la cuenta que el camino no lo podríamos haber hecho solos. Como en la cotidianidad de la vida dependemos
por enteros de los demás. Somos nada, sin nadie. Por ejemplo, como anécdota
contaros lo que nos ocurrió al llegar a Vidángoz. Había sido un día largo y
todos estábamos algo exhaustos, comimos, nos bañamos en el río, como todos los
días; pero de repente el cielo se ennegreció, desapareció el sol, y unas nubes
negras de tormenta amenazaban con descargar sobre nosotros. No teníamos el
campamento montado, y dijeron: “rápido, hay que guardar todo que ya empieza a
llover.” Obviamente, no podía mojarse nada. En ese momento, todos corrimos a
montar las tiendas, a guardar los utensilios de cocina, todos ayudábamos a
todos, no importaba si era tu tienda o no, si metías tu mochila en tu tienda o
en la de otro, nada era de nadie y todo era de todos, lo importante era que
nada se mojara porque sería el desastre. Y justo, nada más terminar, en tiempo
récord, con todo guarecido, se puso a granizar. Esto es un ejemplo de la
solidaridad que reina en una comunidad, el camino te pone en mente que tus
intereses no están por delante. Algo que no se nos debería olvidar con tanta
rapidez como lo hace.
Los días de peregrinación fueron acabando, a pesar del cansancio, habíamos disfrutado, se veía en nuestras caras llenas de sonrisas. El último día dormimos al raso en el Puerto de Coronas, con unas vistas impresionantes de los Pirineos al fondo y solo las estrellas sobre nuestras cabezas. Nos despertamos antes que el Sol, nos esperaba un día muy largo por delante, llegaríamos a Javier a las siete de la tarde. Sí, por fin. Javier. El día pasó rápido, como todos, lleno de silencios, de conversaciones, lleno de sudor, de fatiga, de carcajadas, de naturaleza, lleno de vida, lleno de Dios. En Yesa la última parada, quedaban solamente cinco kilómetros para el castillo, sin embargo, aún no habíamos podido verlo. Caminamos este tramo en oración, y al torcer en una curva, se vio. Allí estaba, el Castillo de Javier. Miradas y sonrisas tontas en todas nuestras caras. Llegábamos. Al fin. Y de repente, repicaron las campanas de Javier. Y no, no estaban dando la hora. Las hacían sonar para nosotros, nos daban la bienvenida, nos estaban esperando. Eso sí que fue emocionante, ¡nos recibían con campanas! En el castillo nos acogió el hermano Benito, que llevaba cuidando de Javier más de 50 años, un hombre de esos especiales, con un aura mágica que te absorbe. Nos dirigió unas palabras conmovedoras y reconfortantes, y nos dijo que recordáramos siempre en nuestra vida la siguiente frase: “Haz lo que puedas, pide lo que no puedas, y Dios hará que puedas.” De esta manera, el cristo sonriente de Javier nos acogió en su casa.
Los días de peregrinación fueron acabando, a pesar del cansancio, habíamos disfrutado, se veía en nuestras caras llenas de sonrisas. El último día dormimos al raso en el Puerto de Coronas, con unas vistas impresionantes de los Pirineos al fondo y solo las estrellas sobre nuestras cabezas. Nos despertamos antes que el Sol, nos esperaba un día muy largo por delante, llegaríamos a Javier a las siete de la tarde. Sí, por fin. Javier. El día pasó rápido, como todos, lleno de silencios, de conversaciones, lleno de sudor, de fatiga, de carcajadas, de naturaleza, lleno de vida, lleno de Dios. En Yesa la última parada, quedaban solamente cinco kilómetros para el castillo, sin embargo, aún no habíamos podido verlo. Caminamos este tramo en oración, y al torcer en una curva, se vio. Allí estaba, el Castillo de Javier. Miradas y sonrisas tontas en todas nuestras caras. Llegábamos. Al fin. Y de repente, repicaron las campanas de Javier. Y no, no estaban dando la hora. Las hacían sonar para nosotros, nos daban la bienvenida, nos estaban esperando. Eso sí que fue emocionante, ¡nos recibían con campanas! En el castillo nos acogió el hermano Benito, que llevaba cuidando de Javier más de 50 años, un hombre de esos especiales, con un aura mágica que te absorbe. Nos dirigió unas palabras conmovedoras y reconfortantes, y nos dijo que recordáramos siempre en nuestra vida la siguiente frase: “Haz lo que puedas, pide lo que no puedas, y Dios hará que puedas.” De esta manera, el cristo sonriente de Javier nos acogió en su casa.
En el castillo permanecimos cuatro días, conociendo
más la figura de San Francisco Javier,
haciendo más comunidad, sellando las amistades, orando y disfrutando del
ambiente de paz que reinaba. El camino exterior había terminado, pero el
interior continúa, mejorado y transformado por la peregrinación. Y es que las
personas somos como antorchas, que vagan por niebla espesa. Perdidas.
Desorientadas. Sin un horizonte claro. Y solamente cobramos sentido cuando Dios
prende nuestra llama. Es entonces, con esa luz cuando vemos el camino, y
entendemos para qué existimos; para iluminar a los demás, para apartar esa
niebla espesa que nos hace deambular. No lo olvides, Dios prende tu llama. No
dejes de sonreír, Dios está en ti.
Alejandro Junco
No hay comentarios:
Publicar un comentario